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No era abominable,
Pero llegue a detestarlo,
Como las damas a las cucarachas y a las ratas.
Odie sus hendiduras,
Sus bordes,
Su figura,
Me hundí en repugnancia al contemplarlo.
Estupefacta como quien se enfrenta
A la vasta anchura del mar por vez primera,
Me quede sin habla,
Con aliento,
Pero sin palabras.
Y lo ame como uno ama a la vida,
Como si el pecho se desbaratara en una sacudida,
Lo adore como la más devota de las monjas adora a Dios.
Lo quise por su simpleza,
Por su contorno esculpido,
Por sus delicados recodos y gestos.
Lo ame porque era una sorpresa,
Por su naturaleza inesperada.
Triste como la lagrima virgen
Del niño que comienza a comprender,
Llore su ausencia.
Lo llore como las viudas de guerra,
Extrañe cada recodo,
Cada beso y cada suspiro…
Lo recordé en las noches solitarias,
Solemne como una estatua
Vestí su recuerdo de grandeza y de añoranza.
Ardiendo, como en las llamas del infierno me revolvió el estomago.
No era abominable…
Lucia Giacondino 27 de agosto 2005